domingo, 29 de junio de 2008

El burro, la mesa y el palo

1º 1º. Prácticas del Lenguaje. Prof. Rafael Fagonde


La mesa, el burro y el palo

Un sastre muy pobre tenía tres hijos y una cabra. La cabra les daba su leche y ese era todo su alimento. Pero era necesario llevarla todos los días a pastar donde hubiera buenos pastos y los muchachos se turnaban.
Un día, el mayor la llevó junto a la iglesia, donde había fino césped, y allí comió la cabra hasta hartarse. Cuando regresaron a la casa, al preguntarle el sastre a su hijo si la cabra había comido bien, éste respondió que sí, tal como el animal se lo había dicho. Pero al llevar el padre a la cabra al establo, le hizo la misma pregunta, y la cabra respondió:

Nada me había dejado
En ese campo pelado…

El sastre se enojó mucho porque su hijo mayor no había llevado a la cabra donde debía, y lo echó de la casa.
Al siguiente día ocurrió lo mismo con el segundo hijo.
La cabra salió con él, comió hasta hartarse, y cuando el sastre la llevó al establo, contestó de igual manera. Y el padre indignado echó de la casa a su segundo hijo.
Y cuando el hijo menor la llevó a un extenso prado de ricos pastos y la cabra comió bien hasta hartarse, volvió la malvada a contestar al sastre:

Nada me había dejado
En ese campo pelado…

El sastre echó de la casa al tercer hijo y se quedó solo con la cabra.
Tocóle a él el turno de llevarla a pastar, y la cabra comió a más y mejor. Y cuando el sastre, por curiosidad, le preguntó si había comido bien,¡La cabra tuvo la misma respuesta!
Entonces el sastre furioso, tomó sus tijeras y le rapó la cabeza, no sin antes darle una buena paliza.
La cabra huyó sin dejar rastros.
Y el sastre se quedó totalmente solo, muy apenado por sus hijos; pera ya nada podía hacer. Ni siquiera sabía dónde estaban.
Veamos qué había sido de ellos.
El mayor fue a parar a casa de un carpintero, en cuyo taller aprendió el oficio. Y cuando al cabo de unos años se despidió de su maestro, éste le regaló una mesita.
Parecía una mesita común, pero según le explicó el carpintero, era una mesa encantada.
Cuando se le decía:”Mesa, Cúbrete”, se ponía un mantel y se cubría de ricos manjares.
Y el joven se fue a recorrer el mundo con la mesa a cuestas.
Al cabo de un tiempo, sintió deseos de ver a su padre, y emprendió el camino del hogar. Pasó una noche junto a una posada iluminada, y entró allí para descansar.
La sala de la posada estaba llena de gente, viajeros que acababan de llegar y que lo invitaron a comer con ellos.
- Gracias- dijo el joven-. Pero seré yo quien los invite.
Todos se echaron a reír, pero dejaron de hacerlo cuando el muchacho puso su mesa en medio y dijo: “mesa, cúbrete”, e inmediatamente aparecieron sobre ella los platos más exquisitos.
El posadero abrió mucho los ojos al ver aquel milagro, y pensó que no le vendría mal tener esa mesa en su posada.
Y cuando todos se fueron a dormir, bajó del desván una mesita parecida que él tenía, y con mucha cautela la cambió por la del joven.
El muchacho partió al día siguiente sin advertir el cambio. Siguió su camino y llegó por fin a casa de su padre que se puso muy contento de verlo.
Contóle el muchacho que se había hecho carpintero y que su maestro le había regalado una mesa maravillosa.
-Ya la verás- le dijo a su padre, que no quería creerlo.
Invitaron a los vecinos, y cuando todos estuvieron reunidos, dijo el muchacho: “Mesa, cúbrete”.
Nada ocurrió, y los vecinos se burlaron de él, volviendo a sus casas sin comer.
El sastre movió la cabeza y siguió cosiendo, en tanto que su hijo, perdida aquella riqueza, consiguió trabajo con otro maestro carpintero.
El segundo de los hijos había ido a parar a casa de un molinero. Y cuando el joven terminó el aprendizaje, su maestro le regaló un burro, aparentemente tan débil que no servía ni para llevar la más pequeña carga.
- Pero es mágico- le explicó el molinero-. Si le pones una bolsita bajo el hocico y le dices: “burrito de seda, dame una moneda”, escupe tantas monedas de oro como le pidas. Puedo asegurarte que no se cansa nunca.
Y allá partió el muchacho con su burro mágico, y siempre encontró ayuda con el noble animal.
Un día sintió deseos de ver a su padre y emprendió el camino a casa. Y pasó por la misma posada donde estuviera su hermano.
Como se empeñara solamente él de ocuparse de su burro, el posadero lo espió y vio que en su establo el burro escupía monedas de oro que el joven guardó para pagar su alojamiento.
Ni corto ni perezoso, esperó la noche el posadero y cambió el burro por otro común.
Cuando llegó a casa de su padre, lo recibió éste con mucha alegría y escuchó lo que el muchacho le contaba de sus andanzas. El joven concluyó presentándole a su burro mágico.
Salió el sastre a llamar a sus vecinos, y cuando todos estuvieron reunidos, dijo el muchacho: “Burrito de seda, dame una moneda”. Y el burro ni se movió.
Con lo cual los vecinos se fueron enfadados y burlándose del tonto sastre que todo se lo creía.
El pobre hombre volvió a su costura, y su hijo se empleó en un molino cercano.
El tercer hijo trabajó con un tornero, oficio que no llegó a dominar por lo cual decidió regresar a su casa.
Había tenido noticia de la vuelta de sus hermanos y de lo que había ocurrido, y quería estar ya en su hogar para ayudar a mantenerlo.
El tornero, que lo estimaba, al despedirse le regaló un palo.
Era una vara común metida en una bolsa, pero según le explicó su maestro, bastaba ordenarle: “¡Palo, sal del saco!, para que el palo se pusiera a bailar sobre las espaldas de quien se le pusiere a tiro.
El muchacho emprendió el camino de su casa, y varias veces tuvo que poner a prueba el palo, que siempre salió en su defensa cuando alguien lo atacaba, volviendo a meterse en la bolsa cuando él se lo ordenaba.
Y allí llegó a la posada por donde habían pasado sus hermanos.
Sabía la historia de lo que había ocurrido, y sentándose en medio de la gente, teniendo cuidado de que lo oyera el posadero, dijo:
- Hay gente que dice que tiene mesas mágicas o burros que dan oro, y mil cosas por el estilo. Pero nadie tiene nada tan maravilloso como lo que yo llevo en esta bolsa. Seguro estoy que nadie ha visto nunca nada semejante.
El posadero paró la oreja, y no quitó el ojo de la bolsa que guardaba aquel tesoro. Seguramente, pensó, son piedras preciosas. Esperó pacientemente a que llegara la noche, y con mucho cuidado se deslizó en el cuarto del muchacho. Pero el joven, sabiendo lo que iba a ocurrir, se había mantenido despierto, y apenas entró el posadero con la vieja bolsa que pensaba poner en lugar de la otra gritó:
-¡Palo, sal del saco!
Al instante, la gruesa vara salió de la bolsa y se puso a moler las costillas del posadero con tanta fuerza y rapidez, que nada podía hacer el desvergonzado para frenarlo. Hasta que al fin, tirado en el suelo rogó al joven que terminara el castigo.
Así lo prometió éste, siempre que le devolviera la mesa y el burro que había robado a sus hermanos. Y el posadero no tuvo más remedio que dárselos, porque ya había probado demasiado el sabor del palo en las costillas.
Cuando el joven tornero llegó a su casa, fue recibido con mucha alegría por su padre y sus hermanos mayores, que preguntaron qué había sido de su vida.
- Trabajé de tornero-dijo- y mi maestro me regaló este palo. Mírenlo, no es más que un palo común según parece. Nada más.
-¿Sólo eso?- exclamó decepcionado su padre, mirando aquella simple vara.
Pero el joven explicó que era un palo mágico y que con él se harían ricos. Porque gracias a él había recuperado la mesa maravillosa y el burro encantado. El sastre apenas podía creer lo que oía, pero por fin llamó a sus vecinos. Vinieron todos, y puesta la mesa en el medio, dijo el hermano mayor:”Mesa, cúbrete”, y la mesa se llenó de manjares y bebidas, y se dieron un festín. Tocó el turno al segundo hermano, que trajo a su burro y le dijo:”Burrito de seda, dame una moneda”. Y tantas escupió el burro, que todos se llevaron los bolsillos llenos.
Así fue como el sastre pudo dejar su pesado trabajo, ya que con la ayuda de sus hijos no tuvo entonces ninguna penuria. Los cuatro siguieron viviendo juntos, muy felices.

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