jueves, 8 de abril de 2010

Fantasía popular: el cuento maravilloso

Fantasía popular: el cuento maravilloso
El hecho cultural vivo más antiguo, el más extendido sobre el planeta, y el que peores tratos ha recibido por parte de la cultura de clase, es sin duda alguna el cuento popular. Ni siquiera en los momentos de mayor euforia comparatista y en pleno deslumbramiento por las perspectivas, ciertamente estremecedoras, que supuso la intuición del indoeuropeo, la realidad del sánscrito, y otros abismos todavía insuficientemente explorados; el estudio del cuento, ni siquiera entonces, pasó de ser un pariente pobre de la filología; un híbrido extraño para solaz de la mitología comparada.
Los esfuerzos de los hermanos Grimm -tan loables como paternalistas, todo hay que decirlo- dejaron sobre la frontera de ambos siglos una secuela de corrientes interpretativas, todas ellas incursas en el espejismo del cuento original, su procedencia, sus migraciones, sus pasos contados por el ancho devenir de la Historia. Un verdadero mito científico, que venía a enmarañar un poco más, si ello era posible, el cúmulo de preguntas que de por sí despierta la simple lectura de los cuentos y sus inevitables referentes culturales.
Mitólogos como Max Müller, hinduistas como Teodoro Benfey, primeros antropólogos como Andrew Lang (para quien los cuentos y los mitos encarnan necesariamente ideas comunes a todos los hombres), devotísimos constructores de murallas chinas, como Antti Aarne, Stith Thompson, R. S. Boggs, capaces de inventariar en espeluznantes índices todos los motivos o elementos, personajes y detalles, de todos los cuentos del mundo conocido; más -no podrían faltar-, literatos de varia fortuna, como Frazer, herederos del largo proceso de erudición inorgánica que el siglo XIX metió entre nosotros, todo eso, digo, no ha hecho posible, sin embargo, que el cuento popular merezca los honores de una ciencia particular, suya, inalienable. Tal vez sea por la íntima carencia de rigor que cabe deducir en todo ese marasmo, pues, en definitiva, ninguna de aquellas corrientes quiso sustraerse a las mórbidas cuestiones de si hubo una o varias génesis históricas del cuento, si evolucionaron y se transmitieron por aquí o por allá, si las formas orales derivan de las cultas o al revés, o si los cuentos surgieron en paralelo, en culturas no contactadas previamente. Todo ello a punto estuvo de convertirse en una «metafísica» del cuento, y, como dijeron Propp y otros crueles estructuralistas, más tarde, todo ello sirve para demostrar finalmente que los cuentos parecidos se parecen.
Mas todavía hoy, a pesar de Propp -que imprimió el inevitable giro copernicano: veamos cómo es el cuento en sí mismo, su composición interna, antes de querer averiguar de dónde vino-, el cuento popular o folklórico no acaba de encontrar su sitio, y le es de entera aplicación lo que Lévi-Strauss dijera a propósito de la antropología hace ya bastante tiempo: «La antropología ocupa, de buena fe, ese campo de la semiología que la lingüística no ha reivindicado todavía para sí, a la espera de que, para ciertos sectores al menos de dicho dominio, se constituyan ciencias especiales».
Por fin, una nutrida clientela de disciplinas y métodos se disputan el espacio semiológico del cuento, lo que podría dar lugar a una ciencia específica. No desesperemos; pero sepamos que ésta tendrá que responder a numerosas y no menos inquietantes preguntas de las que se hiciera el genetismo, como por ejemplo: ¿Por qué perviven los cuentos a través de milenios? ¿A qué necesidad de comunicación sirven? ¿Qué mensajes ocultos, en segundas y terceras lecturas, han transmitido o transmiten? ¿Ha cambiado o no ese sentido simbólico? ¿Cómo se constituye el código de esos símbolos? ¿A quiénes se dirigen: a niños, a adultos, o a ambos a la vez y acaso mediante códigos separados? ¿Qué relación guardan con los mitos equivalentes? ¿Qué restos de civilizaciones perdidas aparecen en los cuentos? ¿Por qué la cultura oficial se ha distanciado siempre de este riquísimo patrimonio de la humanidad?
No son más que algunas de las preguntas posibles desde la nueva perspectiva estructural-semiológica, o social-antropológica, o materialista-histórica -que de todas esas maneras se podría decir. Incluso las aportaciones del psicoanálisis no han de ser desdeñadas, pese a los muchos excesos que esta teoría ha cometido en los últimos años, queriendo ver castraciones, envidias de pene y sabrosos simbolismos eróticos por toda clase de Caperucitas, Cenicientas y Blancanieves aherrojadas y luego salvadas. Si hemos de admitir, con Jung, la existencia del inconsciente colectivo, no parece descabellado que ciertos simbolismos de historias milenarias, como son muchos cuentos, hubieran terminado asentándose en esas zonas más o menos inconfesables de nuestra personalidad; bastaría con no perder de vista que muchas de esas Blancanieves tienen su verdadero origen en la repulsión de prácticas incestuosas, allá por el bajo Neolítico, cuando las sociedades indoeuropeas elaboran sus nuevos tabúes culturales: ciertas prohibiciones sexuales, la doncellez, la propiedad privada hereditaria de la tierra, el matrimonio exógamo, en parejas, y la organización del Estado que reprime a los disconformes. Bastaría con tener muy presente que los pueblos occidentales no aceptarán así como así ese entramado de nuevas reglas (y que muchos hombres de hoy continúan sin aceptarlas), para empezar a entender el depósito de atavismos rebeldes, de agresividad, de insatisfacción, en suma, que esa misma sociedad ha generado sobre sí misma. La revolución neolítica no sólo trajo consigo la agricultura, la cerámica, el tejido y las primeras siderurgias, sino, principalmente, las instituciones paralelas a todo ello, haciendo que los hombres perdieran otros valores que les habían servido durante millones de años: propiedad compartida, nomadeo, reglas matrimoniales no exógamas...; muchos de los cuales aún encontramos vigentes en los llamados pueblos primitivos, envueltos en totemismos y prohibiciones alimenticias.
Cuando en un cuento, todavía bastante vivo en Andalucía, como es ¡Ay, mamaíta mía!, registramos vestigios de canibalismo ritual (se pensaba que comiendo las vísceras del padre difunto se adquirían sus poderes) evolucionado hacia el sentido contrario (prohibir esas prácticas para alejar al muerto del hogar, y, por ende, conseguir que alcanzara su eterno reposo), y hoy convertido en un esotérico cuento de meter miedo a los niños en horas de acostarse, no es posible evitar un escalofrío, una nueva recaída en ese estado de perplejidad que el estudioso de estos temas vive constantemente. Y es bueno que lo viva, por la autenticidad de lo que quiere hacer.
«Los mitos constituyen literalmente el tesoro más precioso de la tribu. Se refieren al núcleo mismo de lo que la tribu venera como su cosa más sagrada. Los mitos más importantes sólo los conocen los ancianos, que guardan celosamente su secreto». Estas palabras de Léyy-Bruhl resumen bastante bien el punto de partida de los mitólogos de comienzos de siglo, para quienes el mito es parte esencial del ritual mágico, especialmente en los ritos de iniciación y en el culto a los muertos; el cuento sería una forma derivada del mito, una vez rota la prohibición de ser contado. La relación entre mito y cuento, advertida hace mucho tiempo, generó una potente discusión por los años sesenta entre Propp y Lévi-Strauss, sobre la base de una presunta antinomia, entre formalismo y estructuralismo, que andando el tiempo se ha visto poco consistente. Mientras para el ruso los cuentos maravillosos derivan históricamente de un mito, Levi-Strauss lo más que está dispuesto a admitir es que el cuento sea una versión reducida del mito, dado que una narración puede ser un mito en determinada sociedad, mientras que en otra es un cuento. Depende de las necesidades de cada pueblo, y no es, por consiguiente, el paso del tiempo lo que debilita o transforma estos relatos de una cosa en otra. Incluso se llega a admitir la acción recíproca de una forma sobre otra en una misma área.
Esto último es sin duda lo que ocurre en nuestra parte del mundo con las relaciones entre mitos clásicos y cuentos populares. Durante mucho tiempo; posiciones cultistas y librescas pretendieron que los cuentos populares son algo así como rudas versiones de hermosos mitos literarios para consumo de gente iletrada. No llegaban a afirmarlo con claridad, pero les delataba una curiosa mezcla de paternalismo y de desdén, bien palpable en numerosos costumbristas y folkloristas del siglo pasado. En realidad, hay motivos más que suficientes para pensar que muchos relatos literarios de tipo tradicional lo han bebido casi todo del venero de las tradiciones orales. La misma universalidad que tiene el mito impide verlo como creación individual, por mucha imaginación que pongamos en el devenir de la cultura. El hecho, por ejemplo, de que príncipes y personajes como Sargón I, Ciro el Grande, Rómulo, Krisna, Moisés, Perseo, Amadís de Gaula, y un sin fin de héroes de cuentos populares, sean rescatados niños de las aguas, adonde han sido previamente arrojados, obliga a pensar en una materia mítica común, de la que se sirven para usos diversos, y por canales distintos, la tradición oral y la tradición escrita.
Sentados estos criterios sobre la siempre espinosa cuestión de las relaciones entre literatura culta y popular, podremos acercarnos ya al motivo principal de esta disertación, cual es examinar dos formas bien distintas de una misma narración: Medea (forma culta); Blancaflor (forma popular hispánica).
Recordemos que la primera, inserta en la materia más amplia de la Argonáutica, esto es, el mito de Jasón, cuenta la historia de la hija de Eetes, hijo del Sol y rey tirano de la Cólquida, rica región al sur del Cáucaso; de Absirto, hermano de Medea; del propio Jasón, héroe principal de los argonautas, que arriba a la Cólquida en busca del vellocino de oro, y en esta empresa es ayudado por Medea, poseedora de poderes mágicos, lo mismo que su padre. Con ello, pues, la nieta del Sol traiciona a su propio linaje y familia, por amor de Jasón, pero a cambio de que éste se case con ella. Con ungüentos y talismanes, le ayudará a superar todas las pruebas que Eetes le pone a Jasón antes de que pueda penetrar en el bosque sagrado y robar el vellocino resplandeciente, que es custodiado por un dragón. Las pruebas principales son: domar dos toros de aliento de fuego y uncirlos al yugo; arar un campo, donde sembrar los dientes del dragón de Cadmo, y vencer a todos los guerreros armados que brotarán de esos dientes. Medea continúa ayudando a Jasón y a los argonautas a escapar de la persecución de su padre, y para ello no vacila en matar a su propio hermano, Absirto, e ir arrojando sus pedazos al mar, para entretener la persecución del desesperado Eetes. Así lograrán llegar a la patria de Jasón. Pero éste olvidará pronto la promesa de matrimonio, a pesar de los hijos habidos con Medea, la cual fingirá aceptar la boda con Glauca, bella hija del rey de Corinto. Pero le enviará regalos envenenados que le causarán la muerte, y ella misma, la parricida, en un rapto de desesperación, degüella a sus propios hijos y emprende viaje por los aires -del que no ha regresado- en un carro tirado por dragones, producto también de sus artes maléficas.
La historia de Blancaflor, bastante próxima a la anterior, salvo en el final, y en el comienzo, se resume en la de un matrimonio regio que ya desespera de tener descendencia. Un día la reina pide a Dios un hijo y, tan vehementemente lo hace, que llega a decir no importarle que se lo lleve el diablo cuando cumpla la edad de veinte años. Por fin Dios les manda un hijo tan hermoso que no hay otro como él, pero que se hace jugador y llega a perder hasta su alma, tras jugársela con el mismo diablo. El diablo entonces le dice que, si quiere recuperarla, ha de ir a su castillo y realizar tres trabajos que le impondrá. Ni que decir tiene que el príncipe acaba de cumplir los veinte años cuando emprende el camino hacia el castillo, que no es otro que el castillo de Irás y no Volverás. En tan largo y dificultoso viaje es ayudado por una anciana, a la que el príncipe ha dado muestras de generosidad, y que le informa de lo siguiente: poco antes de llegar a ese castillo hay un río donde todos los días van a bañarse tres palomas, que son las tres hijas del diablo. Deberá él esconderle la ropa a la más pequeña, cuyo nombre es Blancaflor, y no debe devolvérsela hasta que por tres veces ella le prometa ayudarle en todo.
Tras numerosas peripecias en el viaje de ida, el príncipe halla, en efecto, a Blancaflor y obtiene de ella la promesa de ayuda, previa promesa de matrimonio también. Cuando llegan al castillo, el diablo somete al príncipe a las tres pruebas, que son: allanar una ladera, sembrar el trigo y traerle pan, todo en un día; lo mismo con cepas, uvas y vino; por último, traer un anillo que la tatarabuela del diablo perdió en el estrecho de Gibraltar. De todas las pruebas sale victorioso el príncipe, gracias a la ayuda de Blancaflor. Sabe ella, no obstante, que el diablo, su padre, intentará matarlo, y emprende la fuga, con el héroe, auxiliada igualmente de otros recursos mágicos que ella misma posee. De vuelta a la patria del príncipe, éste se olvida de Blancaflor y prepara la boda con otra princesa de su reino. Blancaflor está a punto de suicidarse con una piedra de dolor y un cuchillo de amor, cuando el príncipe, que asiste al coloquio de Blancaflor con estos objetos, escondido tras unas cortinas, empieza a recordar todo lo ocurrido, y detiene la mano suicida en el último instante. Se casa con Blancaflor.
Naturalmente, no caben en un resumen tan apretado numerosos detalles que justifican una más amplia constatación de que estamos ante dos variantes de una misma historia. Algunos de ellos saldrán a colación en nuestro estudio. Quedan vestigios de ese parentesco incluso en el nombre de la heroína, pues varias versiones del cuento recogidas en España llevan en el nombre de ella la palabra «sol» («Marisoles», «Siete rayos de sol»); recordemos que Medea es nieta del Sol.
Pero nuestro estudio no incurrirá, al menos conscientemente, en los vericuetos habituales del comparativismo, es decir, tratando de ver parecidos de detalle, en la anécdota y en los personajes, dentro de un argumento más o menos semejante. Intentaremos hacer, por el contrario, una lectura más estructural y antropológica, al mismo tiempo, a través de la identificación de funciones narrativas con su contenido concreto y del aislamiento de ciertos elementos acusadores, vestigios más bien de culturas pretéritas, costumbres y rasgos de civilización.
Es evidente -ya lo dijimos- que ni el comienzo ni el final de la historia tienen nada en común, mientras que en todo lo demás existen analogías igualmente notorias. Este primer hecho nos sitúa ya en la pista de la función histórica, ideológica o social, del relato, que al menos por sus dos extremos se referirá a cosas bien distintas. Con la misma razón no serán tan divergentes esas funciones en la parte central del mismo, puesto que ahí es donde aparecen las mayor es concomitancias.
En cuanto a los dos comienzos, la historia de Jasón ha transformado en leyenda la codicia que despertó por todo el Asia Menor el reino de Cólquida, poseedor de ricas minas de oro -hoy agotadas-, además de un clima incomparable, hasta fraguar en el mito del vellocino de oro. La también mítica crueldad de Eetes no sería más que el resultado de la tenaz defensa que sus moradores harían contra todo intento de invasión. En el recurso al amor entre Jasón y Medea, para burlar aquella resistencia, empezarían ya las adaptaciones novelescas de la leyenda al objetivo principal. El desenlace fatal del mito, no es sino el castigo obligado a los autores de la fechoría, la cual sigue siendo, esencialmente, el robo del vellocino, esto es, la quiebra del equilibrio entre pueblos próximos y, sin embargo, beligerantes, como fueron todos los del fondo del Mediterráneo durante el largo y sangriento período de formación de la civilización griega.
El comienzo de Blancaflor, por su parte, está bien lejos de todo lo anterior, pues recoge la preocupación mucho más universal de la falta de descendencia; hecho particularmente grave en un sistema naciente de instituciones que tienen como centro de gravedad la propiedad privada y su carácter hereditario. ¿En quién legar los bienes si no hay descendencia? ¿Cómo proseguir el linaje? El que sean un rey y una reina quienes sienten este drama no hace sino elevar la categoría, simbolizar un sentimiento de angustia que pertenece en realidad al nuevo sistema social agrario. De ahí que las pruebas que exige el diablo al príncipe sean de índole agrícola, muy distintas de las pruebas a que es sometido Jasón, y que se refieren más bien a la fuerza física, más convencional en la mitología clásica.
Por otro lado, la imbricación del comienzo de Blancaflor con la materia fáustica -levemente cristianizada en épocas tardías- revela cómo unos mitos de base material adquieren matiz ideológico en su desarrollo narrativo, pero de escasa importancia, pues en el resto del relato nada volveremos a saber del alma del príncipe. En realidad, esto habrá sido pretexto para que el héroe tope con Blancaflor y todo lo que ella representa.
En cuanto al final de Blancaflor, la otra zona discordante, es claro que el matrimonio representa todo lo contrario que el trágico final de Medea: la de unir dos realidades hasta entonces opuestas, con derivaciones culturales e históricas de gran trascendencia.
Las similitudes son, por el contrario, muy abundantes en todo lo comprendido entre el comienzo y el final de ambas historias.
La médula común del relato es la infidelidad del héroe, una vez de regreso a su patria, olvidándose de su compromiso de matrimonio con Medea-Blancaflor y preparando otras bodas. Numerosos folkloristas y antropólogos han reconocido aquí un trasunto de dos sistemas matrimoniales enfrentados a lo largo de siglos dentro de la cultura indoeuropea: un matrimonio «libre» y otro «concertado» (algo que, bien mirado, ha ocupado a la literatura hasta hace bien poco). Incluso parece que durante algún tiempo fueron posibles los dos en la vida de una misma persona: «Tanto los jóvenes como algunas muchachas podían contraer sucesivamente dos matrimonios: el primero era "libre", en la "gran casa" (la casa para hombres donde Blancanieves, y otras heroínas similares, conviven con los "enanitos"), y era un matrimonio temporal y colectivo (Lévi-Strauss ha puesto serios reparos a este concepto); el segundo, en cambio, que se contraía después del regreso al hogar, era estable y reglamentario, y de él nacía la familia». Es claro, pues, que Jasón-príncipe se ha comprometido libremente con Medea-Blancaflor, para luego, al llegar a su reino, tener que aceptar leyes que le fuerzan a contraer un matrimonio concertado con una princesa de su entorno.
Esta segunda princesa es probablemente pariente del príncipe, pues así sucede en la práctica antiquísima de los matrimonios convenidos, y más aún en los regímenes de clan y de cazadores. En Blancaflor leemos: «el rey iba a cazar fieras para él sólo, pero había tantas fieras para él solo que un día vino del bosque y le dijo a su mujer: "El primer hijo que tengamos se lo prometo al diablo"». Por el contrario, el rey-diablo, padre de Blancaflor, se empeña en obtener cosechas maravillosas mediante la realización de las pruebas por el príncipe aspirante. La oposición es, por tanto, entre sistemas sociales radicalmente distintos, que ya adquieren representación simbólica en la Biblia a través de la figura de Caín (cazador) y Abel (agricultor). No siempre el bien y el mal caerán del mismo lado, pues depende de qué fase histórica esté reflejada en cada mito o cuento. En general, los cuentos maravillosos se limitan a expresar el conflicto, y éste, en el fondo, no es otro que el de la libertad individual en el tráfico de los sistemas sociales. Pocas heroínas, como Medea-Blancaflor, encarnan de forma tan viva la íntima rebelión de la persona contra los imperativos comunes.
El nuevo valor de la doncellez hace su aparición en este trasiego, pues con ella se garantiza la legitimidad de la herencia en hijos propios, y sacraliza, por así decirlo, el conjunto del nuevo régimen nucleado en torno a la propiedad de la tierra. No es fácil entender el gesto extremo de Medea al matar a sus propios hijos (habidos fuera de un matrimonio «legal»), si no es a la luz de este principio. Por su lado, diferentes versiones de Blancaflor apuntan el embarazo de la muchacha, cuando el príncipe se olvida de ella. Esa situación es la que, en realidad, pone al borde del suicido a nuestra heroína popular, y cabe entender que a otras heroínas clásicas del mismo ámbito mitológico, y que consuman el suicidio, como por ejemplo Dido, la novia abandonada de Eneas.
Entre los vestigios rituales de nuestra historia, señalaremos las pruebas de sangre que se inflinge la heroína, el viaje iniciático a través de los reinos de la luna, el sol, las aves, etc., y la huida mediante obstáculos, entre otros. Nos detendremos un momento en el último. «Este motivo, en que se tiran objetos mágicos para retardar o bloquear al ogro perseguidor, está basado en un procedimiento ritual usado para evitar el regreso del muerto». Pero también hay una lectura psicoanalítica del motivo, (el héroe huye arrojando un peine como hace Blancaflor, por la cola del caballo): la propia construcción de este mito corresponde a las teorías de la escuela de Freud acerca del parentesco entre sueño y mito, pues con la triple repetición y con la persistente tendencia a atravesar la barrera y apoderarse de la víctima que huye, este mito recuerda la forma obsesiva de persecución que nace y se desarrolla en el sueño.
No terminaremos, en este apretado análisis, sin al menos aludir a ciertos elementos sueltos muy seductores, como es el cuchillo de los sacrificios que Medea utiliza en el ritual de devolver la juventud; el mismo cuchillo que ha de emplear el príncipe para dar muerte transitoria a Blancaflor, pues «si hermosa estaba antes, más hermosa salió del fondo del mar». El mismo instrumento, sin duda, con el que pretenderá suicidarse Blancaflor más tarde (recuérdese: «cuchillo de amor» y «piedra de dolor»). Pues bien, leemos en Ovidio: «Si yo soy capaz de soportar esto, admitiré que he nacido de un tigre, y también que llevo hierro y piedras en el corazón». Por último, en una versión granadina del cuento veremos «una piedra de tusón» y un «cuchillo sin honor» (tusón significa «vellón», «vellocino») donde ya los términos aparecen imaginativamente trastocados y evolucionados, pero dentro de la misma constelación de elementos que esta viejísima narración acarrea desde el fondo de la historia hasta nuestras raíces más íntimas.

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